lunes, 30 de octubre de 2017

MIGUEL HERNÁNDEZ: El mito y el hombre


            Fue un 30 de octubre del año 1910. En una casa humilde de Orihuela, en el seno de una familia donde ya había varios hermanos, nació un niño. Ocurrió como solían ocurrir las cosas en aquellos tiempos: como todos sus hermanos, el niño nació en la casa. Los hospitales, las salas maternales, fueron un invento posterior, y aún más en los pueblos. Al niño le llamaron Miguel y, según contó él más adelante, no llego –como se suele decir- con un pan bajo el brazo, sino con tres heridas: la del amor, la de la muerte y la de la vida. Tal vez el padre pensara que un varón más en la familia era una buena cosa para compartir el trabajo, cuando tuviera edad para ello. Pero el buen hombre se equivocó, y es de suponer que lo pasaría muy mal viendo al hijo aficionarse a los libros cuando lo que les daba de comer era el pastoreo. Miguel, sin duda, también debió sufrir lo suyo. Desobedecer al padre no era una opción, y fue pastor. Pero no por eso dejó de soñar y de luchar por sus sueños.
            Para las personas que, como yo, carecemos de una información fehaciente, se nos hace muy difícil imaginar cómo pudo ser la niñez y la adolescencia de Miguel en el ambiente familiar, en su día a día. Es muy fácil acogerse a las cosas que dicen de él sus biógrafos y creerlas sin más: que si estudió en la escuela del Ave María, versión para pobres del colegio de Santo Domingo de la Compañía de Jesús; que si alimentó su precoz ser de poeta con los libros que le suministraba el canónigo D. Luis Almarcha, que si los colores de la huerta le inspiraron para escribir… Con datos como estos puede cada cual forjarse una imagen más o menos real, nutrirla con detalles propios y darle vida al mito. Pero, ¿en este mito que cada uno imaginamos, cuánto hay de la esencia “real” de Miguel Hernández? De lo que realmente pensaba, de cómo encausaba sus pensamientos, de lo que soñaba despierto y dormido.
            A veces pienso que nos acogemos al mito –es lo más cómodo- y desconocemos al ser. Así podemos hablar de aficiones literarias, de pastoreos bucólicos, de escrituras en la sierra o en la huerta, mientras las cabras destrozaban el habar de un enfurecido huertano. Es tan fácil esto… y es tan bonito… Pero entre tanta literatura, ¿dónde queda el pensamiento de Miguel Hernández? ¿Cómo fue posible el milagro de que la poesía germinara en un terreno tan poco propicio? Porque una vez nacida, con los cuidados que los biógrafos apuntan, se la pudo ayudar a crecer. Pero, ¿cómo y quién la sembró? Esto es para mí una incógnita que no consigo descifrar. Tal vez todo está en los libros y el problema es mío por no haberlos leído. Tendré que aplicarme en ello.

            En fin, hoy, 30 de octubre de 2017, al cumplirse el 107 aniversario del nacimiento de Miguel Hernández, he querido dejar un poco de lado sus poemas, que por suerte ya todo el mundo conoce y admira, para centrar mi pensamiento en los años de niñez y adolescencia en que se creó el germen del fututo poeta. Y mi escaso talento no ha sido capaz de desvelar el misterio. Porque la vida nace y muere con cada uno. Y estoy seguro que, después de 107 años, poco podrá decirse ya que no se haya dicho del mito, aunque, en mi opinión, creo que se ha dicho muy poco del hombre. Son esos detalles ocultos que nacieron y crecieron con él y que con él murieron. Porque nadie sabe más de una persona que ella misma, y sus secretos más íntimos mueren al cerrarse para siempre su ciclo vital.